¿Por qué nos duele que lo deje Popovich?

Porque Gregg no solo enseñó a jugar al baloncesto: nos enseñó a vivirlo con integridad, humildad y respeto

Iba a escribir esta semana sobre el apagón y, francamente, creo que me estaba quedando una reflexión mu ‘completica’, pero ya hemos leído y escuchado bastante y, sacar conclusiones antes de tener todos los datos no parece muy sensato. De cualquier forma, lo que ha cambiado mi tema de esta semana ha sido Gregg Popovich y ese sentimiento egoísta que tenemos muchos aficionados que pensamos que es algo nuestro, que no se retire, que siga y siga como si su vida nos perteneciese. Lo cierto es que la naturaleza de esa sensación es tan egoísta como real, los aficionados somos muy malos encajando el fin de nuestros ídolos y Pop, sin duda, lo es.

No ha sido solo la despedida de un entrenador legendario, el más longevo en la historia de la NBA y el más laureado con una sola franquicia. Fue la sensación de que se va alguien que, sin pedirlo, sin buscar cámaras, sin discursos épicos, fue durante décadas la brújula moral de un deporte a veces engullido por el ego y el espectáculo.
La pregunta, por tanto, no es tanto por qué se va, sino por qué nos duele. Y la respuesta, aunque simple, pesa: nos duele porque Popovich no solo ganó, sino que convenció. No solo enseñó a jugar, enseñó a comportarse. No solo dirigió partidos, dirigió personas.

De Air Force a los Spurs: el nacimiento de un líder discreto

Antes de las luces de la NBA, antes de las ovaciones en San Antonio, Gregg Popovich ya era un líder. Nacido en 1949 en East Chicago, Indiana, hijo de un hombre croata y una mujer serbia, creció en un entorno obrero donde las palabras tenían el peso de los hechos. Su formación militar en la Fuerza Aérea de los Estados Unidos forjó su temple, su disciplina y su obsesión por el trabajo bien hecho.

Entrenó primero en la academia militar y luego, tras pasar por diversas universidades, aterrizó en los Spurs en 1988 como asistente. Años más tarde, en 1996, tomó las riendas del banquillo. Lo que parecía una transición más en un equipo sin grandes focos, se convirtió en una revolución silenciosa.

El arquitecto de una dinastía

Cinco anillos de campeón (1999, 2003, 2005, 2007, 2014). Veintidós apariciones consecutivas en Playoffs. El entrenador con más victorias en la historia de la NBA. Las cifras impresionan, pero no explican todo.

Popovich fue mucho más que estadísticas. Fue el creador de una cultura: la de los San Antonio Spurs. Una filosofía de baloncesto y vida que priorizaba el grupo por encima del individuo. Donde el pase extra era más aplaudido que el mate espectacular. Donde un jugador extranjero, un veterano o un novato eran tratados con la misma exigencia y el mismo respeto.

Tim Duncan, Manu Ginóbili, Tony Parker, Kawhi Leonard… Todos crecieron bajo su ala. Todos brillaron sin que su ego devorara al equipo. “Pop” —como le llaman con cariño— supo ver en ellos más que talento: vio carácter, ética y humildad. Y eso, para él, era más valioso que cualquier triple doble.

Seleccionador con corazón

En 2019, tras la retirada de Mike Krzyzewski, Popovich asumió una tarea que muchos consideraron ingrata: tomar las riendas de la selección estadounidense de baloncesto en un momento de dudas, con estrellas que se bajaban del barco y una nueva generación por formar.

Lo hizo con su estilo inconfundible: sin estridencias, sin exigir obediencia, pero exigiendo compromiso. Llevó a Estados Unidos al oro olímpico en Tokio 2020, una gesta silenciosa pero significativa. Porque Popovich nunca fue un seleccionador de pancarta ni un motivador de vestuario a gritos. Fue, simplemente, él: un hombre que inspira sin necesidad de adornos.

Un ejemplo fuera de las canchas

Si su legado como entrenador es inmenso, su ejemplo como ser humano lo es aún más. Popovich siempre se mostró firme en sus principios. Nunca temió hablar sobre política, racismo, justicia social o derechos humanos.

En tiempos donde muchos prefieren el silencio para no perder contratos, Popovich alzó la voz. Lo hizo durante la presidencia de Donald Trump, a quien criticó abiertamente por sus actitudes racistas y divisivas. Lo hizo cuando George Floyd fue asesinado, denunciando el racismo estructural en su país. Lo hizo cada vez que creyó que debía hacerlo, sin importar las consecuencias.

También fue conocido por su generosidad. Durante años, se supo que pagaba cenas para todo el staff del equipo, desde entrenadores hasta asistentes y utilleros. Visitaba restaurantes locales en cada ciudad y dejaba propinas generosas. Preguntaba por las familias de sus empleados. Lloró en público cuando falleció su esposa Erin, su compañera de vida durante más de 40 años. Y, aun así, volvió a entrenar, a liderar, a sonreír, como buen jugón.

Un entrenador que enseñó valores

Popovich no formó solo jugadores: formó grandes personas. En cada rueda de prensa, en cada gesto, en cada charla con los rookies, su mensaje era claro: haz lo correcto, aunque nadie te mire.

Tim Duncan, su jugador más emblemático, lo resumió alguna vez: “Pop es el mejor porque se preocupa más por ti como persona que como jugador”. Y eso, en un mundo donde el rendimiento lo es todo, es una rareza. Una bendita rareza. Popovich creyó siempre que el baloncesto debía ser bello, solidario y ético. Que se podía competir con honor. Que la excelencia no era enemiga de la humildad.

El adiós de un sabio

La NBA sin Popovich será como un piano al que le falta su nota más grave. Seguirán los triples, los mates, los contratos millonarios… pero se perderá algo que no se ve en las estadísticas: el alma y, algo en peligro de extinción, la integridad.

Popovich, con su barba canosa y sus silencios elocuentes, nos enseñó que se puede ganar sin gritar, enseñar sin humillar, liderar sin imponer.
Ahora, con 76 años, ha decidido dar un paso al lado. No lo hace por cansancio, sino por sabiduría. Porque sabe que las grandes historias también necesitan un final digno.

¿Y ahora qué?

Seguramente no se alejará del todo. Seguirá siendo mentor, guía, figura paternal para muchos, nada más y nada menos que el presidente de operaciones de los Spurs. Quizás lo veamos en alguna retransmisión, quizás escriba, quizás simplemente disfrute del silencio que tanto amó durante toda su carrera. Pero para nosotros, los jugones, los que amamos este deporte desde el corazón, su ausencia será notable. Porque Popovich no solo nos enseñó a ver baloncesto: nos enseñó a sentirlo. A valorarlo por lo que es y no por lo que vende.

Gracias, Gregg
Nos duele que lo dejes, sí. Pero también nos llena de gratitud haber vivido en tu era. En la era de un entrenador que nunca buscó ser ídolo, pero terminó siéndolo. De un hombre que nunca levantó la voz, pero que siempre fue escuchado. De un sabio que eligió el camino difícil: el de la coherencia, la verdad y la dignidad.
Gracias por tanto, Pop. Por los títulos, por las lecciones, por las lágrimas, por las risas. Por enseñarnos que sonreír también es de jugones.

P.D. Es honesto decirle al lector que quien escribe esto es aficionado a los Boston Celtics.

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